Todo volvió a
la normalidad cuando mami entró por la puerta de la BabyRoom. Ya no era un
canguro con patas delanteras cortas ni con una bolsa para llevarme a casa. Era
mi mami. Me gustaba tanto que mami fuera mi mami y que no fuera la madre de
otro bebé; no me podía imaginar que fuese, por ejemplo, la madre de Mackenzie —la
banana en pijama B2—; entonces su madre igual se llamaría C4 y yo estaría
tocada y hundida. Pero no: mi mami era mi mami. Ya sé que no es una frase muy
elaborada, pero qué me decís de “mi mama me mima” con la que todos habéis
aprendido a escribir cuando erais pequeños. Vamos hombre.
El Padre Koala también había
recobrado su antigua fisonomía, aunque seguía siendo calvo, con nariz
aplatanada y ojos pequeños.
Cuando llegamos al coche, mami
comentó algo desagradable de la nueva cuidadora de la BabyRoom
—No me gusta nada esa cuidadora nueva;
apesta a tabaco, tiene pinta rara y con esas uñas pintarrajeadas, puagh, no me
gusta que esté al lado de mi niña, ¿Verdad que no Maia?
“Pues a mí me gustaba”, pensé,
mirando a los ojos de mami.
—Tiene una pinta de pelandrusca del
copón —sentenció Padre Koala, que tenía un cierto halo de cura desde mi
posición; vamos que se le veía la coronilla cartoniana tan típica de los monjes
de clausura.
La nueva cuidadora tiene una
condición especial que la hace diferente de las demás: mezcla los sentidos. Es
algo muy raro que se llama sinestesia; que es la percepción de una cosa a través de dos
sentidos diferentes; así hay gente que oye colores, o gente que puede ver sonidos
o incluso que siente un sabor cuando toca algo.
—Yo puedo saborear palabras. Cada
palabra que escucho, tiene un sabor peculiar para mí —me dijo mientras yo
estaba sentada en mi sillón con forma de Mickey Mouse.
—¡Vaya, cómo mola! —le dije yo,
cuando todavía tenía pico de pato.
—No te creas Maia, a veces resulta
un problema; imagínate que pudieses saborear cualquier palabra que lees o que
oyes.
—¿Y a qué sabe mi nombre? —le
pregunté sin dudarlo.
—Maia sabe a chocolate con fresas;
tienes un nombre muy rico.
—¿Y Mackenzie? Seguro que sabe
asqueroso —le dije. No sabía por qué me había venido su nombre a la cabeza.
Seguro que sabía a plátano pachucho.
—Mackenzie sabe a perrito caliente
con mucho ketchup y mostaza.
—¡Ja, lo sabía!, grasienta hija de…
—Tsss, Maia, no seas mala con la
pobre Mackenzie. No es tan mala chica.
—¿Y Amelie, a qué sabe? —quería
saber qué gusto tenían los bebés de la BabyRoom según ella.
—Su nombre me sabe a espaguetis con
albóndigas.
—¡Oh! ¿Y no hay ningún nombre que te
sepa a hierba? —me fui a la canción de Serrat sin saber por qué.
—El nombre “cantimplora” me sabe a
hierba.
—Vaya lío, ¿no? Y por ejemplo:
“espagueti”, ¿te sabe a espagueti o a otra cosa?, como por ejemplo, no sé, a
Coca-cola —me fascinaba la sinestesia de la nueva cuidadora y no podía parar de
preguntar.
—La palabra “espagueti” me sabe a
“chorizo picante” —dijo ella, que empezaba a poner cara de tener dolor de
barriga.
—¡La Virgen! —grité de entusiasmo.
—Eso me sabe a coliflor.
—¿Y coliflor, a qué te sabe coliflor?
—Bueno Maia, ya; será mejor que lo dejemos,
que me están entrando ganas de vomitar con tanta mezcla de comida rara:
coliflor, chocolate, ketchup…arghh, no es una mezcla que te gustaría tener en
tu boca, ¿verdad? Mira, por ahí viene tu madre —me dijo, cuando mami entró a la
guardería.
Todo volvió a la normalidad cuando
mami entró por la puerta de la BabyRoom, lo que viene después, ya lo conté.