miércoles, 29 de mayo de 2013

La nueva cuidadora de la BabyRoom



      Todo volvió a la normalidad cuando mami entró por la puerta de la BabyRoom. Ya no era un canguro con patas delanteras cortas ni con una bolsa para llevarme a casa. Era mi mami. Me gustaba tanto que mami fuera mi mami y que no fuera la madre de otro bebé; no me podía imaginar que fuese, por ejemplo, la madre de Mackenzie —la banana en pijama B2—; entonces su madre igual se llamaría C4 y yo estaría tocada y hundida. Pero no: mi mami era mi mami. Ya sé que no es una frase muy elaborada, pero qué me decís de “mi mama me mima” con la que todos habéis aprendido a escribir cuando erais pequeños. Vamos hombre.
      El Padre Koala también había recobrado su antigua fisonomía, aunque seguía siendo calvo, con nariz aplatanada  y ojos pequeños.

 
      Cuando llegamos al coche, mami comentó algo desagradable de la nueva cuidadora de la BabyRoom
   —No me gusta nada esa cuidadora nueva; apesta a tabaco, tiene pinta rara y con esas uñas pintarrajeadas, puagh, no me gusta que esté al lado de mi niña, ¿Verdad que no Maia?
     “Pues a mí me gustaba”, pensé, mirando a los ojos de mami.
    —Tiene una pinta de pelandrusca del copón —sentenció Padre Koala, que tenía un cierto halo de cura desde mi posición; vamos que se le veía la coronilla cartoniana tan típica de los monjes de clausura. 
     
      La nueva cuidadora de la guardería me contó un par de cosas que me dejaron a cuadros. La verdad no entendía muy bien ésta frase: “quedarse a cuadros”, uno también podría quedarse a “círculos, a rombos, a triángulos isósceles o a pergaminos secretos del antiguo Egipto”, pero no; cuando algo te sorprende, te quedas a cuadros: mi cerebro estaba empezando a cuestionarse los dichos populares españoles, así como los ingleses, pero de eso ya hablaré otro día.
     La nueva cuidadora tiene una condición especial que la hace diferente de las demás: mezcla los sentidos. Es algo muy raro que se llama sinestesia; que es la percepción de una cosa a través de dos sentidos diferentes; así hay gente que oye colores, o gente que puede ver sonidos o incluso que siente un sabor cuando toca algo.
     —Yo puedo saborear palabras. Cada palabra que escucho, tiene un sabor peculiar para mí —me dijo mientras yo estaba sentada en mi sillón con forma de Mickey Mouse.
      —¡Vaya, cómo mola! —le dije yo, cuando todavía tenía pico de pato.
     —No te creas Maia, a veces resulta un problema; imagínate que pudieses saborear cualquier palabra que lees o que oyes.
     —¿Y a qué sabe mi nombre? —le pregunté sin dudarlo.
     —Maia sabe a chocolate con fresas; tienes un nombre muy rico.
     —¿Y Mackenzie? Seguro que sabe asqueroso —le dije. No sabía por qué me había venido su nombre a la cabeza. Seguro que sabía a plátano pachucho.
     —Mackenzie sabe a perrito caliente con mucho ketchup y mostaza.
     —¡Ja, lo sabía!, grasienta hija de…
     —Tsss, Maia, no seas mala con la pobre Mackenzie. No es tan mala chica.
     —¿Y Amelie, a qué sabe? —quería saber qué gusto tenían los bebés de la BabyRoom según ella.
     —Su nombre me sabe a espaguetis con albóndigas.
    —¡Oh! ¿Y no hay ningún nombre que te sepa a hierba? —me fui a la canción de Serrat sin saber por qué.
     —El nombre “cantimplora” me sabe a hierba.
     —Vaya lío, ¿no? Y por ejemplo: “espagueti”, ¿te sabe a espagueti o a otra cosa?, como por ejemplo, no sé, a Coca-cola —me fascinaba la sinestesia de la nueva cuidadora y no podía parar de preguntar.
     —La palabra “espagueti” me sabe a “chorizo picante” —dijo ella, que empezaba a poner cara de tener dolor de barriga.
      —¡La Virgen! —grité de entusiasmo.
      —Eso me sabe a coliflor.
      —¿Y coliflor, a qué te sabe coliflor?
    —Bueno Maia, ya; será mejor que lo dejemos, que me están entrando ganas de vomitar con tanta mezcla de comida rara: coliflor, chocolate, ketchup…arghh, no es una mezcla que te gustaría tener en tu boca, ¿verdad? Mira, por ahí viene tu madre —me dijo, cuando mami entró a la guardería.
      Todo volvió a la normalidad cuando mami entró por la puerta de la BabyRoom, lo que viene después, ya lo conté.


    

miércoles, 22 de mayo de 2013

Los efectos secundarios del dibujo animado



      El otro día me desperté con la sensación de que era un dibujo animado. No era cuestión de fiebre o de haberme tragado ningún virus de última generación; miraba a mí alrededor y todo me parecía un decorado de dibujos animados. Hasta Agú tenía forma de dibujo; era un oso amoroso, el azul celeste, me dijo que su nuevo nombre era: Sueñosito.
       —¿Sueñosito? —le pregunté.
     —Si, soy el oso amoroso del sueño: el que te acompaña cuando vas a dormir —lo dijo con una voz insoportablemente ñoña que me hizo vomitar.
     Lo tiré debajo de la cuna y él —Sueñosito, vaya tela de nombre— sonreía estúpidamente como si mi agresión no le hubiese importado nada.
      Grité para que los padres primerizos viniesen a buscarme. Tocaba ver en qué se habían convertido, o si todo era un efecto secundario de las galletas de chocolate de mami.
       Inciso: Las galletas de chocolate de  mami se salen de ricas. Fin del inciso.
     
 
      Mami era un canguro con grandes orejas y  una bolsa en la barriga en donde se suponía que yo tenía que ir;  las patas de arriba eran muy cortas, pero tenía una sonrisa dulce como sus galletas de chocolate; el otro, el que se suponía que era mi padre, parecía un koala calvo con ojos minúsculos y nariz aplatanada. Vinieron a buscarme con cara de koala y canguro —qué cara iban a tener, si eran lo que eran— y me llamaron por mi nuevo nombre:
       —Hola, Platy ¿Cómo ha dormido mi ornitorrinquito favorito? —dijo mami canguro.
      Platy es un ornitorrinco de plástico que va a cuerda y con el que juego cada tarde a la hora del baño. Lo compró el Padre Koala —dicho así parece un cura, cosa imposible por otra parte— en el aeropuerto de Melbourne, y lo utilizan de juguete para el final de cada baño. Siempre hacen lo mismo:
      —¿A ver dónde está Platy? —dice cualquiera de los dos.
     Entonces me lanzan a Platy, que mueve las patas a gran velocidad y puede nadar sobre el agua de mi bañera sin hundirse, y yo tengo que cazarlo. Luego se lo devuelvo con cara de “a ver si cambiamos de juego, que estoy aburrida de la caza de Platy”, y me lo vuelven a lanzar. La caza de Platy se repite de media unas tres veces.
      Pensé que con el desayuno se me quitaría esa sensación de vivir en el cuerpo de Platy, pero la cosa fue a peor. Encendieron la televisión en el canal 22, el de los dibujos animados; allí seguían los mismos dibujos animados que había visto la noche anterior, mientras cenaba. Como llevo un par de días en los que me cuesta comer, los padres primerizos deciden engañarme poniéndome dibujos animados para que no me fije en la comida y trague como una puerca.
     Necesitaba un chute de realidad yendo a la guardería y viendo que las cosas allí  estaban en su sitio. La realidad se esfumó al entrar; todos los bebés de la BabyRoom eran personajes de dibujos animados: que si Blancanieves, que si la madre de Bambi antes de su fatal desenlace, que si el cerdito que construyó la cabaña de paja —el vagoneta, vamos—, que si el Correcaminos sin su Coyote… Busqué a Amelie para ver si ella sabía de qué iba todo esto. Ella era una de los “Bananas en pijama”;
            —Pero, tía, ¿de qué va esto? —le pregunté con mi pico de ornitorrinco.
            —Yo soy B1, la banana en pijama más divertida —me contestó sin inmutarse—. ¿Y tú, de qué vas?
            —Creo que soy un ornitorrinco
            —¿Y eso?
            —No sé.
            De repente apareció Mackenzie como B2, la otra banana en pijama.

             
      No sé qué comen los ornitorrincos, pero en aquel momento quise ser frutariana —dícese de la persona que sólo come frutas que ha caído por sí sola del árbol—y zamparme a B2 de un bocado. Le abrí el pico de ornitorrinco y le enseñé mis dos dientes de abajo. B2 —antes conocida como Mackenzie— se cagó en el pañal y la Bruja del Bosque se lo cambió mientras le preguntaba a un espejo de mano quién era la cuidadora más bella de la guardería.


      Me pasé el resto del día sentada en un sofá con forma de Mickey Mouse con mi pico de pato, mi cola de castor y mis patas de nutria.  Al rato llegó la nueva cuidadora de la BabyRoom que me explicó qué me pasaba.
      —No te preocupes Maia; esto es lo que aquí llamamos “Efecto Secundario del dibujo animado”; tienes que dejar de verlos mientras comes; no es bueno para bebés como tú. Intenta hacérselo ver a tus padres.
    Intenté sonreír con mi pico de ornitorrinco y lo único que conseguí fue emitir un chillido agudo que despertó a la banana en pijama B2 de su siesta de la tarde.

jueves, 16 de mayo de 2013

Los agujeros del techo



    El momento cangrejo rojo me dejó una secuela: camino hacia atrás; bueno es un decir, lo que hago es que cuando los padres primerizos me ponen en el suelo, sobre mi  pechete —en posición flexión de gimnasio—, en vez de gatear hacia adelante, gateo hacia atrás.  Ya lo he dicho más de una vez: ¡Gatead vosotros que yo prefiero caminar! Y ahora, voy hacia atrás.
   El único movimiento que hago para trasladarme de un lugar a otro es el de la peonza. Así me muevo: girando alrededor de mi eje longitudinal —o sea, sobre mi culo— igual que hace la Tierra alrededor del Sol. Los padres primerizos me colocan muñecos lejos de mí para que me mueva y los coja; yo giro y giro como una peonza hasta llegar al trofeo en cuestión.
    Si quieren torturarme de verdad, ponen a Agú lejos de mi posición para que me esfuerce más a moverme. Entonces me convierto en Súper Guerrero —igual que Son Goku— y giro a mil revoluciones por minuto hasta que consigo llegar a él. Si en ese momento giratorio pusiesen sobre mí una aguja de esas que leen los discos de vinilo, sería como escuchar un disco de música clásica tocada por los pitufos puestos hasta las cejas de pastillas de colores.    


     Cuando me canso de girar como una peonza me dejo caer sobre mi espalda y me quedo mirando el techo. Entonces me pongo a pensar cosas aleatorias; el otro día, por ejemplo, me dio por pensar en los agujeros que nos ofrece la vida moderna.
     El techo no tiene agujeros, pero en el universo los hay de todos los tipos. Está el agujero negro, que acumula energía y no la deja escapar; o los agujeros blancos, que deforman el espacio pero dejan escapar la energía. Luego hay otro muy interesante, que es el agujero de gusano: es una especie de atajo entre el espacio y el tiempo que te puede llevar a mundos paralelos o viajar al futuro; a ese sí que me gustaría ir.
      Otros días no estoy tan científica y me da por pensar en cosas más terrenales, como por ejemplo quién inventó los agujeros de los Donuts, el Hula Hoop o la letra O. La mayúscula. 
      

     Desde que soñé con Freud intento recordar qué me dijo sobre mi pasado aborigen. Los agujeros imaginarios del techo hacen que tenga un flash de lo que me contó Freud sobre mis ancestros aborígenes. Cerré los ojos y  le pedí a Pepe que me volviese a llevar a la consulta de Freud.
       —Está cerrada por vacaciones —dijo Pepe.
       —¿Qué? —pregunté sorprendida.
      —Freud colgó un cartel en su puerta de “Cerrado por Vacaciones”; no puedo hacer nada más. Creo que se ha vuelto loco de tanto oír a gente loca.
      —Pues llévame a otro lugar interesante, no sé, al despacho de Einstein cuando descubrió la teoría del agujero negro.
       —Será la teoría de la relatividad.
       —¿Qué pasa que ahora sabes tú más que Einstein, o qué?
      —Lo siento señorita Maia, no era mi intención enfadarla. Creo que hoy le puedo ofrecer un sueño con el inventor del Hula Hoop.
       —O —nunca una O quedó tan bien; un punto gracioso para mí.

     Entré en el despacho de unos tipos americanos que me contaron de dónde sacaron la idea del Hula Hoop.
      —La idea nos vino a la cabeza cuando fuimos a Australia y vimos a los niños aborígenes girar aros de bambú alrededor de la cintura en clase de gimnasia.
      —¡Quieto ahí! —le grité. Empecé a recordar algo que me había contado Freud sobre mis antepasados aborígenes.
      —¿Tienes alguna relación con Australia? —me preguntaron ingenuamente los inventores del Hula Hoop.
    —¿Perdona? Soy australiana, sabes, o sea —no sé por qué extraño motivo me puse estúpidamente pija—. Además, creo que fueron mis antepasados aborígenes quienes realmente inventaron el Hula Hoop.
      “De ahí podía sacar un poco de pasta”, pensé, pero de repente escuché el ruido de algo que se le había caído al suelo a Napoleón y me desperté.
      Abrí los ojos y el techo estaba lleno de agujeros de Donuts rellenos de chocolate. En realidad no eran Donuts, eran pasteles de chocolate que rebosaban chocolate por los bordes. Chocolate, chocolate…Tenía hambre.
      —¡Aaaahhhh, mamaaaá! —grité para que mami me diese inmediatamente de comer.        
     Tanta información me había vaciado el estómago. Necesitaba comer.