miércoles, 26 de junio de 2013

Maia voló sobre el nido del cucú



      Los días de mocos verdes en los ojos ya son historia. Ahora los reparto entre otras partes de mi cuerpo: la nariz, la garganta, las orejas. No es bueno monopolizar un mismo lugar para ser el refugio de esos extraños amigos verdes, que casi son parte de un bebé. La definición de bebé debería llevar implícita una frase como ésta: “Dícese del ser vivo que es más pequeño que el resto de los congéneres de su especie y que siempre tiene mocos”. No hay más que pasearse por la BabyRoom cualquier día y comprobar que los mocos son partes de todos nosotros. En fin, que yo he venido a hablar hoy de otra cosa: del arte del cucú.
 
       No he soñado que soy Jack Nickolson, ni que me meto dentro de  una clínica de enfermos mentales para evitar ir a la cárcel por haber traficado con mocos y virus de última generación; tampoco he bebido más cloro del habitual, ni me he convertido en aborigen que lanza boomerangs para cazar ornitorrincos con nombre de dibujos animados. No me he vuelto loca. No es mi estilo. Lo que sucede es que soy una artista del arte del cucú. Si. ¿Qué no sabéis qué es el arte del cucú? Pues eso tan divertido que nos enseñan a los bebés de taparnos la cara con un trozo de ropa, una manta o toalla, y en cuanto nos lo quitamos de la cara, los supuestos mayores, nos griten en una excitación exagerada: “¡Cucú!”: ojos abiertos como platos y boquita de piñón para lanzar un grito agudo que me deja temblando. 

      Imagen de un experimento aleatorio del arte del cucú.
     Estoy sentada en mi zona de juegos, tranquilamente, ordenando los cubiletes de colores. Que si el azul, que es el más grande va debajo, y dentro de éste va el cubilete rojo, que es el siguiente de tamaño inferior: esas cosas que ya sé hacer. Entonces llega uno de los padres primerizos  —a veces los dos— con una toalla en las manos. Es la misma toalla que por la mañana se utilizó para limpiarme la cara y las manos de restos de mantequilla y galletas pringosas de ositos del desayuno. Me la ponen en la cara y no veo absolutamente nada. Oigo la voz atronadora del padre primerizo en cuestión.
      —¡¿Dónde está Maia?! —gritando a cascoporro.
     Mi primer pensamiento es: “Otra vez con el cucú de las narices”. Respiro hondo, dejo el cubilete amarillo en el suelo —era el siguiente en la sucesión de cubiletes de colores— y me preparo para hacer mi truco de magia. Dejo que pasen un par de segundos de tensión —todo buen artista del cucú debería hacerlo—, acerco mi mano izquierda a la cara tapada y en un tirón repentino y seco, me quito la toalla verde —pringosa y con tropezones de desayuno— de la cara. Los gritos de excitación vuelven a dejarme sorda.
            —¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña! —ahora gritan los dos como posesos.

      La mayoría de veces vuelven a ponerme la toalla sobre mi cara. Se repite la pregunta de dónde estoy: “Estaba ordenando mis cubiletes de colores y ahora quiero que me dejéis en paz”, pienso. Pero nunca tienen bastante.
       —¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña!
      Lo repiten una y otra vez. Esta claro que desaparecer tras una toalla y volver a aparecer delante de los ojos de los padres primerizos es un truco fantástico, pero ya me estoy cansando del puñetero cucú.
      Estoy empezando a ser yo misma quien se tapa la cara con cualquier cosa. Hay veces que me tapo las orejas, o la nariz, o cojo a Agú y lo pongo sobre mi pelo, esperando la pregunta de rigor:
       —¡¿Dónde está Maia?!
       —¡Cucú!
       Desaparecer y hacer ¡Cucú! es cosa de unos pocos elegidos. Antes de que me vuelva loca haciendo una y otra vez el mismo truco, me voy a ir volando hasta mi nido, a descansar.
        ¡Cucú!

miércoles, 19 de junio de 2013

La banda sonora de Mary Poppins



      Las pestañas se fueron desenredando de mocos verdes a cada gota de antibiótico que caía sobre mis ojos. Desaparecido en Combate III se había colocado el disfraz de Mary Poppins, y los dos días en casa con mi nueva cuidadora pasaron con penas y sin glorias.
      Mary Poppins se despidió de mami en la puerta de casa. Dejó su paraguas mágico dentro del coche, y me llevó hasta el salón diciéndome que todo iba a salir bien. Enchufó su iPhone a los altavoces y empezó a cantar la particular banda sonora que había creado para cuidarme.

      Imaginaos que todo lo que hacéis estuviese acompañado por música a todas horas. Sería como lo que le pasó a esa pobre señora inglesa, que estuvo tres años con la misma canción metida en la cabeza. La escuchaba día y noche. Sin parar. Tuvo que ir al médico para pedirle que le sacase ese ruido con ritmo del cerebro.
     —Usted tiene Paranoia Musical Deforme  —le dijo el doctor a la pobre señora, que seguía cantando la misma canción mientras el médico buscaba una solución a su problema.
      —¿Y qué puedo hacer? —preguntó la señora moviendo rítmicamente su cabeza.       
    No recuerdo lo que le recomendó el médico a la pobre señora, pero a mí me estaba pasando algo parecido. Yo le hubiera enviado a Mary Poppins para que le pusiera su música especial para cuidar bebés.
            Ahora era yo quien tenía Paranoia Musical Deforme. La culpa la tenía la lista de canciones que había creado Mary Poppins para cuidarme. Y lo peor de todo es que  cantaba cada canción con un tono agudo que parecía llevarle a otra dimensión espacial. 
       La primera canción que sonó fue una de Mecano. Sí, Mecano. Mary Poppins ponía cara de concentración cada vez que se acercaba el momento cumbre de la canción: “Me cuesta taaantoo olvidaaarteee”, con su solo de piano y su atmosfera de canción de desamor que desgarra el corazón.
            “Ese es mi padre”, pensé con cara muy triste.
            Los poderes de Mary Poppins parecían leerme la mente y me dijo.
           —Maia, mi niña, no te asustes de cómo canto. Esto es para ti —y me señaló con su dedo índice y un ladeo de cabeza que me asustó más. Siguió cantando la canción de Mecano cada vez con un tono más agudo, que empezaba a llenar mis oídos de mocos verdes.
           “En serio”, esto último lo pensé tan fuerte que me puse a llorar.
        —No mi niña, no te asustes. Vamos a escuchar otra canción más alegre. ¿A ver cuál toca ahora? —dijo antes de que sonase la siguiente canción.
            Como un lobo. Miguel Bosé.

 
      ¡Dios! Entonces Mary Poppins empezó también a bailar. Imitaba a Miguel Bosé como si fuera la última cosa que iba a hacer en la vida. Era como si ese baile y su canción fuese el último deseo de un tipo condenado a la silla eléctrica.
     —¿Qué quieres cenar en tu última noche? —preguntaría el carcelero antes de llevar a ese reo a la silla eléctrica.
    —Quiero cantar y bailar “Como un lobo” de Miguel Bosé —pediría el reo antes de morir. Sin cenar, obviamente.
     —Que así sea —diría el carcelero, que con un chasquido de dedos daría paso a la canción dentro de la celda.
    Pues así me sentía yo. Como un reo a punto de ser trasladado a otra celda porque su compañero ha elegido como último deseo cantar y bailar “Como un lobo” de Miguel Bosé.
     No lloré. Esperé a que terminase la actuación y esperé a que la próxima canción fuera “Para dormir a un elefante hace falta un chupete muy grande” o “cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba”; pero no. Mary Poppins seguía contoneando sus caderas y yo allí, mirándole a los ojos, sin pestañear. 

      “Ese tío que está cantando con voz de falsete y se contonea detrás de la mesa es mi padre: Mierda”.
      La lista de canciones que había creado debía tener un nombre del tipo: “A veces me levanto un poco gay, para qué lo vamos a ocultar”, o incluso peor: “Voy diciendo que me gustan Los Planetas, Vetusta Morla y todos esos grupos de Indie Rock, pero en realidad me pierden las cancionzacas de amor y desamor con un tufillo a adolescente histérica que mataría por un beso de tornillo de su cantante favorito”.
    La última canción que recuerdo escuchar antes de quedarme dormida fue: “Mi soledad y yo” de Alejandro Sanz. Ahí lo dejo.
     Yo lo dejé por imposible. Dormí la siesta más larga de los últimos meses —más de dos horas—, y esperé que el momento del regreso de mami llegase pronto para salvarme de aquel despropósito.

miércoles, 12 de junio de 2013

Conjuntivitis no es un pívot griego


      Me han salido mocos en los ojos; verdes y pegajosos, y hacen que llore todo el rato, como si me diese pena la vida de los canguros maltratados o mi cabeza estuviese rodeada de una cebolla gigante; o como si el mundo fuese una cebolla. Total, que no mola tener mocos verdes en los ojos.
    Además, resulta que a parte de las diarreas y la fiebre, si te salen mocos verdes en los ojos, también tienes que dejar de ir a la guardería. Así que me tenía que volver a casa.
      Nikoll llamó a mami.
      —Hola mami de Maia; mira, que resulta que la nena tiene los ojos malitos y tenéis que venir a buscarla.
      —Ahora mismo voy —contestó mami.


      Entonces mami llamó a Desaparecido en Combate III —antes conocido como Padre Koala—, y nadie cogía el teléfono. Después de 7 llamadas perdidas, 2 whatsapps, 1 mensaje de texto y un par de “me cachis en la mar”, pero en feo; mami recibe una llamada del Desaparecido en Combate III
     —¿Dónde estabas? —pregunta mami con ese tono de: “si quieres salvar el pellejo dime que estabas recogiendo un lingote de oro de muchos quilates o que has ido a buscar diamantes al desierto; que nos vamos a hacer millonarios y vamos a poder regresar a España para vivir en una casa tan grande, tan grande, que podrás dedicarte a lo que quieras y podrás perderte cada vez que quieras; porque tendremos un médico particular para la niña y no hará falta que vengas a buscarme a la guardería, porque tendremos canguros para cuidar a la niña; y tendremos canguros de verdad y koalas y toda la fauna australiana que nos apetezca en una casa en Galicia, cerca de la playa y con vistas a la ría de Vigo… y que por eso, no has podido coger el teléfono …”, ese era el tono que tenía la pregunta de mami. Tristemente, Desaparecido en Combate III estaba corriendo.
      —Pues tenemos a la nena con mocos verdes en los ojos y hay que llevarla al médico —mami ya tenía un tono más chungo al saber que no había lingote de oro.

 
      Desaparecido en Combate III apareció en la puerta del médico de Mawson Lakes cinco minutos después, con la cara roja. Ni siquiera se había duchado y pedía perdón por no haber escuchado las llamadas perdidas.
         —Tenemos hora con el médico a las 4. Es lo más pronto que nos han dado —dijo mami, que seguía pensando que hubiese estado bien que Desaparecido en Combate III hubiese encontrado un pedrusco de oro para retirarse del trabajo y poder cuidarme como ella quiere.
         Llegó la hora de visitar a otro médico nuevo. Esta vez era indio, de los que van sin plumas y no eran enemigos de los vaqueros, vamos un indio de la India —Gandhi, el Taj Mahal, el río lleno de mierda en el que tiran a sus muertos y se lavan a la vez…de ese tipo—, que nada más verme entrar por la puerta de la consulta soltó el diagnóstico.
          —Conjuntivitis —dijo mirándome a los ojos. 

         
      Volvía a tener otro nombre de enfermedad con pinta de jugador de baloncesto lituano o griego; ya tuve a Bronquiolaitis de alero y ahora me tocaba poner de pívot a Conjuntivitis. Como siga así voy a completar el quinteto inicial de la mejor selección de enfermedades para bebés del mundo.
      El médico indio empezó a escribir la receta de las gotas que tenía que ponerme para sacarme los mocos de los ojos y no dijo nada más.
      —Dos gotas en cada ojo, cada dos horas.
     El tipo era un crack de lo concreto. No desperdiciaba ni una sola palabra. Los padres primerizos ante tal despendio de concreción sólo pudieron darle las gracias y salir a la farmacia a comprar las gotas.

         
       La conjuntivitis en bebés es tan contagiosa que tienes que pasarte el día limpiado cualquier cosa que toca el contagiado; la lavadora tenía trabajo extra hasta que los mocos verdes se fuesen de mi vista. Además, me tenía que pasar los próximos dos días encerrada en casa para no ir contagiando al resto de la humanidad. Como mami es una investigadora imprescindible en su trabajo, no quedaba otra que quedarme en casa con el primo lerdo de Chuck Norris. Dos días en casa con mocos verdes en los ojos, oyendo como da vueltas la lavadora y siendo cuidada por Desaparecido en Combate III no era algo que sonase demasiado excitante.

miércoles, 5 de junio de 2013

La Sinestesia de Maia


       He vuelto a dormir como un bebé de dos meses. Es decir, que me despierto cada dos horas y les toco las narices a los padres primerizos. Algunos especialistas del dormir lo llaman la “Regresión al sueño primario”, y yo estoy más por llamarlo: “me apetece tocar las narices más de lo habitual”. Debe ser la emoción de saber que se pueden mezclar sentidos sin más. Que puedes saborear palabras, o ver colores cuando oyes números.
      Llevo un par de noches que mi cabeza no deja de imaginar qué mezcla de sentidos me gustaría tener. Algo que fuese realmente increíble. Cuando me quedé dormida por primera vez, pensé en cuál de esas sinestesias me gustaría tener.

Opción 1.
Ver números a mí alrededor. Me sentiría una científica de verdad; con todo mi espacio vital rodeado de números con los que sumar, dividir, hacer gráficas o poder calcular la raíz cuadrada de 439 en menos de un segundo. Entonces podría presentarme a ese programa de televisión que se llama “Los Increíbles” y demostrar mi sabiduría.
      —Y aquí tenemos el primer número que Maia debe calcular: ¿Cuál es la raíz cúbica de 24569? —preguntaría de repente el presentador del concurso.
        —29.071168840347124 —contestaría yo en menos de un segundo, con el resultado revoloteando alrededor de mi cuerpo.
        Eso sería mucho más increíble que lo que hace ese niño de 4 años, que sabe colocar banderas de colores en el país que corresponde en el mapa. Además, si me lo propusiese, yo sería capaz de descifrar qué bandera sería la más adecuada para cada país. A España le vendría muy bien ahora una bandera negra con una pegote marrón en el medio.
          Pero no me acababa de convencer. Así que me desperté un par de horas más tarde y obligue al padre Koala a levantarse de la cama para que me llevase al lado de mami. Entonces pensé una segunda opción.

Opción 2.
Percibir olores cuando toco algo. Regresé a la cuna pensando en mi nueva posibilidad sinestésica: cada vez que tocase algo, un olor conocido vendría a mi nariz. Así que agarré a Agú por la barriga, cerré los ojos e inspiré profundamente: un olor a pedo asqueroso envolvió la cuna.
      —¡Agú, colega! Estoy intentando tener un poco de sinestesia en mi vida. ¡Puagh, qué asco!
      —Lo siento Maia, llevo unos días fatal de lo mío. Estoy pedorro del todo.
      —Neno, mal. Muy feo.
     Me sujeté en los barrotes de la cuna y el olor asqueroso seguía allí. Estaba claro que teniendo pedorros a mí alrededor, cualquier cosa que tocase me olería a mierda. Lo descarté y me dormí.
Opción 3.
Sensación táctil al escuchar sonidos. Dos horas más tarde me desperté y volví a tocar la nariz aplatanada de Koala. Se levantó de la cama medio sonámbulo y mientras me paseaba por el pasillo para dormirme, iba pensando en la siguiente opción: que al escuchar un sonido, eso me llevara a la sensación de tocar algo conocido. Por supuesto no valía utilizar el objeto como tambor y pasarme el día como la cabeza del Koala, con su mono tocando la pandereta.

          
      Tenía que abstraerme, para poder transportarme por ejemplo, a un campo en primavera, con sus flores emitiendo aromas frescos y notar su tacto en mis sutiles deditos...,pero al padre Koala le dio por cantarme una nana para que me durmiese, lo cual no me dejó más opción que ir a un solo de guitarra de Jimi Hendrix, justo en el final de uno de sus conciertos, cuando Jimi agarraba la guitarra por el mástil y la estampaba contra el escenario; yo cambié el escenario por la cabeza del padre Koala. Me hice la dormida para no soportar sus cantos insoportables.
      Las opciones se me estaban acabando y no sabía qué sinestesia iba a ser la más adecuada para mí. Mi cabeza era una mezcla de sentidos que no se acababan de mezclar. “Igual tengo que dejar que mi propia naturaleza vaya descubriendo qué sinestesia era la más adecuada para mí”, pensé en plan profundo, poniendo boca de pato y mirando de medio lado, con esos ojos profundos que tengo. Entonces sentí que estaba dentro de una película de cine negro, cuando la chica mala se saca lentamente los guantes mientras canta. Suena jazz en forma de solo hipnótico de piano, y en mi boca, el sabor de la última teta de mami —la derecha—, me dejó ese gusto que me llevaba a la primera vez que toqué a Agú; un tacto suave y sedoso recorrió mis dedos, aunque la habitación siguiese oliendo a sus pedos.