Los días de mocos verdes en los ojos ya son historia. Ahora los reparto entre otras partes de mi cuerpo: la nariz, la garganta, las orejas. No es bueno monopolizar un mismo lugar para ser el refugio de esos extraños amigos verdes, que casi son parte de un bebé. La definición de bebé debería llevar implícita una frase como ésta: “Dícese del ser vivo que es más pequeño que el resto de los congéneres de su especie y que siempre tiene mocos”. No hay más que pasearse por la BabyRoom cualquier día y comprobar que los mocos son partes de todos nosotros. En fin, que yo he venido a hablar hoy de otra cosa: del arte del cucú.
No he soñado que soy Jack Nickolson,
ni que me meto dentro de una clínica de
enfermos mentales para evitar ir a la cárcel por haber traficado con mocos y
virus de última generación; tampoco he bebido más cloro del habitual, ni me he
convertido en aborigen que lanza boomerangs para cazar ornitorrincos con nombre
de dibujos animados. No me he vuelto loca. No es mi estilo. Lo que sucede es
que soy una artista del arte del cucú. Si. ¿Qué no sabéis qué es el arte del
cucú? Pues eso tan divertido que nos enseñan a los bebés de taparnos la cara
con un trozo de ropa, una manta o toalla, y en cuanto nos lo quitamos de la
cara, los supuestos mayores, nos griten en una excitación exagerada: “¡Cucú!”:
ojos abiertos como platos y boquita de piñón para lanzar un grito agudo que me
deja temblando.
Imagen de un experimento aleatorio
del arte del cucú.
Estoy sentada en mi zona de juegos, tranquilamente,
ordenando los cubiletes de colores. Que si el azul, que es el más grande va
debajo, y dentro de éste va el cubilete rojo, que es el siguiente de tamaño
inferior: esas cosas que ya sé hacer. Entonces llega uno de los padres
primerizos —a veces los dos— con una
toalla en las manos. Es la misma toalla que por la mañana se utilizó para limpiarme
la cara y las manos de restos de mantequilla y galletas pringosas de ositos del
desayuno. Me la ponen en la cara y no veo absolutamente nada. Oigo la voz
atronadora del padre primerizo en cuestión.
—¡¿Dónde está Maia?! —gritando a
cascoporro.
Mi primer pensamiento es: “Otra vez
con el cucú de las narices”. Respiro hondo, dejo el cubilete amarillo en el
suelo —era el siguiente en la sucesión de cubiletes de colores— y me preparo
para hacer mi truco de magia. Dejo que pasen un par de segundos de tensión —todo
buen artista del cucú debería hacerlo—, acerco mi mano izquierda a la cara
tapada y en un tirón repentino y seco, me quito la toalla verde —pringosa y con
tropezones de desayuno— de la cara. Los gritos de excitación vuelven a dejarme
sorda.
—¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña! —ahora
gritan los dos como posesos.
La mayoría de veces vuelven a
ponerme la toalla sobre mi cara. Se repite la pregunta de dónde estoy: “Estaba
ordenando mis cubiletes de colores y ahora quiero que me dejéis en paz”, pienso.
Pero nunca tienen bastante.
—¡Cucú! ¡Muy bien, mi niña!
Lo repiten una y otra vez. Esta
claro que desaparecer tras una toalla y volver a aparecer delante de los ojos
de los padres primerizos es un truco fantástico, pero ya me estoy cansando del
puñetero cucú.
Estoy empezando a ser yo misma quien
se tapa la cara con cualquier cosa. Hay veces que me tapo las orejas, o la
nariz, o cojo a Agú y lo pongo sobre mi pelo, esperando la pregunta de rigor:
—¡¿Dónde está Maia?!
—¡Cucú!
Desaparecer y hacer ¡Cucú! es cosa
de unos pocos elegidos. Antes de que me vuelva loca haciendo una y otra vez el
mismo truco, me voy a ir volando hasta mi nido, a descansar.
¡Cucú!