Otra vez a
salir de casa con lluvia; esa maldita cortina de agua que no nos deja en paz.
Ya sé que es invierno y que el hemisferio en el que nos ha tocado vivir está impregnado
por la lluvia. Pero, ¿no era ésta la región más árida del mundo? Resulta que
no, que nos ha tocado una semana lluviosa y el sábado va a seguir igual. Es lo
que me explicó Varish, el bebé listillo de la BabyRoom, hace unos días sobre
las lluvias de fin de semana.
—En las grandes ciudades, durante
toda la semana laboral, el cielo se va llenando de polución, del humo de los
coches…
—Si —le movía la cabeza como un
resorte sin descanso. “Vamos, sigue que ya sé que te enrollas demasiado y nunca
terminas de contarme lo que quieres”.
—Y cuando llega el fin de semana, esa
polución que se ha ido acumulando durante la semana laboral…
—Aja —seguía moviendo la cabeza como
un muñeco a punto de darle un síncope. “¿Quieres hacer el favor de terminar la
puñetera clase de tráfico y polución?”.
—Pues esa polución, que te decía, se
termina descargando en lluvia de fin de semana.
—Así que la polución semanal tiene
culpa de las lluvias en fin de semana —concluí yo.
—Sí.
Me sorprendió su respuesta corta.
Quizás siguió contándome la parábola de las abejas y las flores, pero mi
cerebro desconectó. Esperé que la sala de los sombreros perdidos, en donde
estábamos encerrados, se abriese con un fuerte estruendo de descompresión
total.
—Cuatro, tres, dos, uno…—dijimos a
la vez, mientras mirábamos la pantalla del ordenador que había en la puerta de
emergencia.
De eso hace unos días. Ahora quería
hablar de la lluvia en Australia. No vivimos en la gran ciudad, ni la polución
se acumula en las nubes de esta parte del mundo. Simplemente llueve. Te
despiertas con resaca de biberones sin utilizar y llueve. De lo segundo se
ocupa el cielo, de lo primero, me ocupo yo.
Llevo unos días como el cielo. Llenando
mi cara de lágrimas. Acabo de cumplir un año y vuelvo a dormir como un bebé de
cuatro meses. No creo que a los padres primerizos les apetezca volver a esas
noches de insomnio, en donde nos dedicábamos a pasear por el pasillo, conmigo en
brazos, cantando la misma nana insoportable para que me duerma. Y lo peor de
todo es que una vez dormida, cuando toca el momento de dejarme en la cuna, tengo
una especie de muelle con detector de movimiento en el que me vuelvo a
despertar. Es dejarme en la cuna y vuelve la lluvia.
Y después de las lluvias y las
lágrimas, llegó el sábado de destrozar pasteles de cumpleaños. Habíamos quedado
con unos amigos que tuvieron a su hija un día antes que naciese yo. La llamaron
Georgia, como el estado americano, o como la canción, o quizás como homenaje a
la abuela de él. Quién sabe.
Llegamos a la casa de los padres de
Georgia en menos de 25 minutos, de lluvia intermitente. Llegamos a la hora de
la merienda. El salón de la casa tenía un pequeño rincón preparado para las
fotografías. La pared estaba empapelada con papel de regalo: morado con topos
blancos. O quizás al revés; blanco con topos morados. Si, así queda mejor.
Los focos del nuevo profesional de
la fotografía estaban calentando el rincón en donde haríamos el destrozo del pastel.
Teníamos que quedarnos en pañales y colocarnos delante del pastel. Primero fue
Georgia: tímida, sutil, primero con un dedo, como de persona mayor: “Ahora le
doy caña al pastel y os vais a enterar”, parecía decir su cara. La madre de
Georgia le ayudó a destrozar el pastel —que ella había preparado— y lo machacó.
El suelo se quedó perdido, grasiento, con tonos morados que hacían juego con el
papel de la pared.
Después llegó mi turno. Me había
pasado el tiempo de espera investigando la casa de mi amiga. Tenía frío, porque
la lluvia de afuera seguía machacando las paredes de la casa, y sobre todo,
porque lejos de los focos no hacía calor.
Me coloqué en el lugar en donde
minutos antes había estado Georgia. Me pusieron el pastel delante —el que mami
había preparado para mí la noche anterior— y miré fijamente a los espectadores.
Puse cara de pedir permiso sin que luego me fuesen a pedir explicaciones: “¿De
verdad puedo comerme todo éste pastel?”
—¡Vamos Maia, cómete el pastel! —me
gritaban desde la otra parte de los focos.
Les hice caso. Empecé tímida, sutil,
primero con un dedo, pero luego me desaté. Paseaba la mano derecha, como
planchando el pastel, por encima de la crema; y luego con la izquierda, con mi
minúsculo dedo índice, rasgaba el lateral del relleno del pastel y se los
enseñaba.
“Mirad lo que tengo”, decía ahora mi
cara.
Después de destrozar mi pastel, no
lloré. Y además, afuera dejó de llover.
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